los dioses están mirando

Estaba parado afuera del edificio en el que Ella vivía, eran las 7 p.m. Esa era la hora a la que habíamos acordado vernos aquel viernes. Llevábamos varios meses siendo vecinos. Aunque desde la ventana de mi cuarto sólo se veía una esquina de su edificio, y su balcón daba en dirección opuesta al mío, siempre tuve el romántico sueño de que cruzáramos miradas desde nuestros apartamentos. Al final no importa, la sola posibilidad de vernos más seguido de manera natural y espontánea, hacía que todos los escenarios románticos de reencuentro se vieran justificados en complejos e improbables momentos de la cotidianidad.

Mientras la esperaba, veía los carros que había en la avenida, veía el cambio de las luces del semáforo, intentaba adivinar lo que había dentro del costal blanco del reciclador que pasaba frente a mí, hasta que la escuché decir mi nombre por mis espaldas.

Ella siempre ha sido demasiado bella. Ni su saco, ni su pantalón ancho, podían esconder las curvas que su cuerpo tenía. Me es fácil actuar de manera indiferente cuando no la veo, porque le niego a mi mente una imagen clara de Ella, pero a su lado, mi corazón se hincha y se derrama de emoción.

Al saludarme, me miró fijamente por unos segundos. “¿Qué piensa Ella de mí?” me pregunté durante ese momento, hasta que de repente exclamó: “Me gusta cómo te ves”. No pude hacer más que soltar una suave sonrisa y preguntarle si ya estaba lista para tomar algo o si quería comer. “Vamos”, fue lo único que dijo luego de que pasara un momento de silencio. Sentí que había algo más que se le había pasado por la cabeza, pero le faltaron palabras para expresarlo.

En el bar no nos recibieron como desconocidos; por aparte, hemos pasado muchas noches allá. Quedaba cerca de donde vivíamos, era barato y el hecho de que uno se pudiera sentar al aire libre lo hacían un lugar perfecto para tardar. Al lado había un restaurante, del cual una de las meseras siempre me saluda de manera muy amigable.

A mi novia le molesta a veces cómo esa mesera me trata. Siempre me mira fijamente con sus grandes ojos cafés y me dice de manera lenta y suave cada una de las selecciones de almuerzo del día, casi que haciéndome creer que está esperando un comentario como excusa para alargar la conversación.

Estoy seguro de que si mi novia viera al hombre con el que esa mesera llega todos los días a las 11 de la mañana a abrir el restaurante, pensaría más de la situación como una coquetería necesaria para asegurar el máximo gasto de los clientes, que de verdad me viera como alguien de valor.

Mi mente puede estar podrida, pero es simple, y la condición fundamental en la que se encuentra aquella mesera hace imposible que llegue a mí algún tipo de interés. Ni su mirada, ni su sonrisa, ni las dulces palabras de bienvenida, ni el suave y cálido toque de sus dedos sobre mi mano podrían eliminar aquella barrera fundamental con la cual evalúo a quienes hago partícipes en mi vida. A veces me pregunto qué piensa mi novia de mí.

Mientras tomábamos los tragos y tocábamos todos los temas que se deben tocar, la tensión entre nosotros iba aumentando. Entre más tiempo pasaba, más difícil me era quitarle los ojos de encima. Ella odiaba eso de mí.

“Siento que te gusto demasiado”, me reclama. “Nunca voy a cumplir tus expectativas, no soy la mujer de la que estás enamorado, tú no ves de mí lo que no te gusta y eso me hace sentir que no me quieres conocer”. No tengo respuesta para sus palabras. Me es imposible decirle que no tiene la razón.

El silencio es cortado por una llamada entrante de mi novia. Agarro su mano izquierda con mis dos manos, me acerco a Ella y le digo: “Déjame atender esta llamada, no tardo”. Ella sirve un poco más de anís en nuestras copas y me alejo lentamente.

Aunque aquella llamada se volvió el tercer invitado en la mesa, rápidamente pude pensar en una conversación que tuve con mi novia en un momento anterior, donde me dijo algo que pude reciclar para finalmente devolver la conversación al punto que quería.

“Tienes que entender que es posible que te pasen cosas buenas a ti”, le digo mirándola fijamente a sus ojos. “Tú quieres creer que no existe manera en la que yo no pueda estar tan enamorado de ti, como siempre lo he estado, si te conociera de verdad, pero ¿por qué no evalúas la posibilidad de que yo sinceramente veo tanto valor en ti?”

Ella suelta una tierna mirada y una pequeña sonrisa. Ahí pude entender que dije aquellas palabras que Ella quería escuchar. “Es verdad que antes cometí el error de proyectar en ti una mujer ideal que no eras tú, pero tienes que entender, esa mujer ya me rechazó y desde ese rechazo te conocí finalmente y me volví a enamorar.”

Un profundo entendimiento llenó nuestras miradas y con eso, un pulso que acercó nuestras almas. El tiempo se detuvo por un momento y finalmente nuestros labios se tocaron.

Un nudo se formó en mi corazón, y las olas de emociones que emanaban de él se chocaron contra las paredes de la realidad. Por un momento creí que finalmente había alcanzado aquello que siempre me eludía: Validación. Pero mientras el beso continuaba, me di cuenta de que el amor como cada uno lo imaginaba no iba a florecer entre nosotros.

Cuando finalmente llegué a mi casa y pude recolectar mis pensamientos, y aquella tormenta emocional se comenzó a calmar, me puse a llorar hasta quedar dormido.

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